END - 21:01 - 21/12/2010
Pero sabrás
que cada vez que ellos vuelen, sueñen,
vivan, canten y piensen...
¡Estará en ellos la semilla
del camino enseñado y aprendido!
Madre Teresa de Calcuta
Desde mi opción por el magisterio, conocí a la profesora Socorro Bonilla. Tuve el placer de ser su alumna en la asignatura “Técnicas de expresión oral”, en la carrera de español. Sí, era placer, porque fue una clase muy bonita. Y exigente. Me gustaba observarla, siempre andaba elegante. Su postura, su vestido y accesorios, sus palabras, todo en ella armonizaba. Su sola presencia hablaba.
Eran sesiones durante las cuales nos daba de todo: rigor, arte, ciencia, sentimientos. Me gustaba, a pesar de la tensión; pues como es lógico, había que expresarse de forma oral. Y cada día sudábamos, esperando que nos llegara el turno de pasar adelante para leer, describir, narrar o argumentar algo. Con ella conocí la declamación coral. Decía que los profesores y las profesoras deberíamos ser artistas.
Lo bonito y lo exigente era aprender a comunicarnos con la voz, el cuerpo, los desplazamientos, la distancia o la cercanía, la mirada, los gestos, el silencio, el sentimiento, la vestimenta, la postura, el formato y tipo de papel que contenía nuestro mensaje; el arreglo del escenario para que no interfiera la comunicación, sino que la permita y la refuerce. Y el uso correcto de las palabras, los sinónimos para evitar el empobrecimiento del lenguaje. Desde encontrar la “palabra exacta”, la estructura de la oración, hasta llegar al discurso, a la organización del pensamiento y su coherencia y enriquecimiento con la expresión oral. Y la coherencia con el ser. Además de todos los requisitos de la forma, las lecturas que seleccionaba tenían un contenido profundo. Recuerdo “El ruiseñor y la rosa” o “Que despierte el leñador”. Las técnicas del discurso se hermanaban con el mensaje para marcar huellas poderosas. Por supuesto, se necesitaba la práctica y dominio del tema que ella tenía.
No olvido el trabajo final. Nos orientó un discurso sobre un escritor nicaragüense. Yo elegí al Dr. Alejandro Dávila Bolaños, que recién lo había matado la guardia de Somoza, de forma terrible. Escribí sobre su vida, la obra y su muerte (lo sacaron del hospital, igual que a otros, los rociaron con gasolina y los quemaron vivos). Recuerdo que cuando leía mi trabajo, se me rodaban las lágrimas, y al ver al público, observé que a varias compañeras les pasaba lo mismo. Era algo muy fuerte y reciente; y me recordaba a familiares y conocidos que murieron durante las insurrecciones de Estelí. Todavía el ruido de los helicópteros rozando el zinc y las miradas de los guardias, me electrizaban la columna. Pensé que no estaba en condiciones de aplicar las técnicas. Y le dije: profesora, ya no puedo seguir. Se me acercó y me contestó, sí puede, lo está haciendo muy bien. Vamos, continúe. Pude contener la emoción y terminé (llorando).
Fue una asignatura que me marcó, además de ser una clase agradable, es útil en todas las profesiones y en cualquier ámbito de la vida. Y sin lugar a dudas, el hecho de aprender a callarme para poder escuchar y observar, fue otro de los elementos que me indujeron a valorar el silencio. O más bien, la ausencia de sonidos molestos, porque el silencio absoluto no existe. Entre más nos callemos, más sonidos escucharemos, inclusive el pensamiento y los sentimientos del interlocutor. Y las voces de nuestro corazón o las que claman sin hablar. O el canto apagado del ruiseñor.
Y cuando en la Universidad me preguntaron si quería impartir la asignatura para la carrera de Periodismo, no la pensé y lo primero que hice fue buscar los folletos de la profesora Socorro Bonilla y hacer mi adaptación. Al evaluar la clase, me preguntaba ¿cómo me evaluaría ella ahora? Porque nos enseñó a volar, pero jamás volaremos su vuelo.
Gracias, Profesora, que un coro de ángeles haya aplaudido a su llegada. Que tenga el escenario ideal para descansar feliz y en paz.
Publicado por Doraldina Zeledón Úbeda en 11:43