Rubén Darío
(Primer cuento de Azul…, Chile 1888).
(Pintura de Jhon Alaniz, director de la Escuela de Arte Renacimiento, de Estelí).
¡Amigo! El cielo está
opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer
las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
Había en una ciudad
inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos,
esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas
flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el
viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey
Burgués.
Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus
músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios,
barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía
improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados
llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con
movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de
músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad
bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de
sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de
las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera,
y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los
mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de
arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques,
siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos
estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y
de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de los tronos
salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como
amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar
su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones
gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la
corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime
amante de la lija y de la ortografía!
¡Japonerías!¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un
salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de
bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y
maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora
monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos
junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y
con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras
con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda
amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de
verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en
que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que
llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y
sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de
Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el
vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una
rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos,
de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
-¿Qué es eso? -preguntó.
-Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, censotes en la
pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.
-Dejadle aquí.
Y el poeta:
-Señor, no he comido.
Y el rey:
-Habla y comerás.
Comenzó:
-Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al
huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe
esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol.
He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes,
la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de arroz. He roto el
arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras
donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza ; he arrojado el manto que
me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido:
mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto
de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero,
sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio,
o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso
que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo
profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las
grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es
preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de
acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros
lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor! El arte no viste pantalones,
ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene
mantos de oro o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta
con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como
los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno
sea de tierra cocida y el otro de marfil.
¡Oh, la Poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de la mujeres, y se
fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis
endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi
inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal...
El rey interrumpió:
-Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
-Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos
colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
-Sí, -dijo el rey,- y dirigiéndose al poeta:
-Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de
música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de
hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales.
Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta
hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a
las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín,
tiririrín...! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas
de los pájaros libres, que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre
el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de
lágrimas, ¡tiririrín...! ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que
caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su
cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y
el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo que
daba vueltas al manubrio, tiririrín.
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros
se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le
azotaba el rostro, ¡tiririrín!
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas,
en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los
mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas
porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de
retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las
copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche
de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del
estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse ¡tiririrín, tiririrín!
tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y
helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la
música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín...
pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal,
tiririrín..., y en que el arte no vestiría pantalones sino manto de llamas, o
de oro... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos, al
pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga
en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.
¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan
brumosas y grises melancolías...
Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta
la vista!