Doraldina Zeledón Úbeda
La educación ambiental es un proceso que se desarrolla a lo largo de nuestra vida, por tanto, implica más que una tarea de instituciones académicas. Es responsabilidad de todas las instituciones nacionales y locales, empresas, organizaciones, sindicatos e iglesias, por varias razones: primero, por mandato constitucional tenemos derecho a habitar en un ambiente saludable, y como cada derecho implica un deber, para gozar de ese derecho, debemos proteger el medio ambiente. Segundo, nadie puede vivir sin los recursos naturales, por tanto, tenemos que conservarlos para poder utilizarlos. Y tercero, toda intervención en el medio ambiente conlleva impactos, nuestras actividades de una u otra forma afectan.
Desde 1972, en la Declaración de Estocolmo, se dejó clara la responsabilidad compartida: “Para llegar a esta meta será menester que ciudadanos y comunidades, empresas e instituciones, en todos los planos, acepten las responsabilidades que les incumben, y que todos ellos participen equitativamente en la labor común. Hombres de toda condición y organizaciones de diferente índole plasmarán, con la aportación de sus propios valores y la suma de sus actividades, el medio ambiente del futuro…”
Algunas instituciones podrían decir que tienen proyectos para proteger el medio ambiente o que financian actividades. Cierto. Y contribuyen. Habría que ver si con la práctica interna lo protegen; por ejemplo, qué hacen para disminuir la producción de residuos, si utilizan el papel a doble cara en las impresiones o fotocopias, qué tratamiento dan a las sustancias tóxicas de los laboratorios, de la industria, si van a dar al suelo o a fuentes de agua. O con la producción de residuos electrónicos, como CD, celulares, casetes, cartuchos de tóner, baterías, etc., que contienen sustancias tóxicas y que por cierto fabricantes y distribuidores deberían asumir su recogida y tratamiento, pues “quien contamina paga”. Si racionalizan el uso de la energía, si controlan el ruido o si los parlantes en las aceras son parte de la rutina (a vista y paciencia de las autoridades “competentes”).
Entonces, para proteger el medio ambiente también debemos conocer cómo impacta nuestra propia actividad, y no sólo instalar observatorios para ver lo que hacen los demás. Para eso necesitamos formación, sensibilización y participación. No significa detener las actividades, sino hacer uso responsable de los recursos.
¿Cómo incluir la educación ambiental en estas empresas? Éstas cuentan con oficinas de capacitación para la actualización del personal. Aquí caben programas de educación ambiental sobre la problemática general del medio ambiente y formación relacionada con el impacto que causa la actividad económica o de servicios. Además, para procurar un ambiente laboral saludable, física y sicológicamente, cada empresa, cada organización, cada trabajador, debería conocer el impacto que ocasiona su actividad específica.
Por eso se habla de varios actores en la educación ambiental, y de diferentes formas: formal, no formal e informal; pero a veces esta terminología confunde. Y la nueva Ley General de Educación me vino a confundir más. En los últimos años se ha introducido el término “educación para el desarrollo sostenible”, que incluye también las perspectivas de género, niñez, derechos humanos, salud, no violencia, pueblos indígenas, lucha contra el hambre, capacidades diferentes, etc.
La erradicación de la pobreza es consustancial al trabajo medioambiental; las declaraciones internacionales hacen énfasis en ello. Entonces, las empresas e instituciones, incluyendo las educativas, también deberían contribuir más a la erradicación de la pobreza, lo cual incluye empleos dignos y salarios justos, para que niños y niñas puedan ir a la escuela y no les suceda como al hijo del “tío Lucas”, que murió bajo un fardo mientras ganaba el sustento para la familia; pues “¡(...) los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho!” (Rubén Darío, en El Fardo).
Sin embargo, ante el compromiso de erradicar la pobreza, a veces pareciera que el interés no está ni en el medio ambiente ni en la preocupación por los pobres, sino en dar una buena imagen y no perder la credibilidad ante ellos y ante los “sistemas democráticos”, quizás esto equivalga al temor de perder votos. Veamos el principio 15 de la Declaración de Johannesburgo: “Corremos el riesgo de que estas disparidades mundiales se vuelvan permanentes y, si no actuamos de manera que cambiemos radicalmente sus vidas, los pobres del mundo pueden perder la fe en sus representantes y en los sistemas democráticos que nos hemos comprometido a defender, y empezar a pensar que sus representantes no hacen más que promesas vanas”.
Por todo lo anterior, vale la pena enfatizar en lo que no es educación ambiental: no es un recurso político-partidario para hacer promesas verdes y ganar adeptos. Al final, esas promesas nunca madurarán. No es una publicidad para consolidar la imagen. Ciertamente la puede consolidar, pero si se queda en el discurso, el público construirá su imagen. Ni es una declaración más. No es una moda a la que se insertan las instituciones para estar in (u online). No es un cúmulo de actividades inconexas durante las efemérides ambientales. No es una oficina para cumplir con asignaciones burocráticas. Tampoco es una asignatura que se aprueba, ni una carrera más.
El Nuevo Diario. Managua, Nicaragua - Lunes 22 de Enero de 2007